Desde
que mi marido se murió, no he salido más. Su enfermedad no fue un
ave de paso. A los 27
años le diagnosticaron esclerosis múltiple. Se trata de una
enfermedad del sistema nervioso central que afecta al cerebro, tronco
del encéfalo y a la médula espinal.
Todo
comenzó aquel hermoso día en el que habíamos salido al campo para
pasar todo el domingo. Mientras dábamos un paseo aparecieron las
primeras manifestaciones de la enfermedad como problemas de la visión
y pérdida de fuerza en los brazos y piernas. He de admitir que ambos
bajamos la guardia y
no nos molestamos en acudir al médico.
Tras
días en los que los síntomas persistían decidimos ir al médico.
Viendo la cara de seriedad del doctor no nos temíamos nada bueno y
cruzamos los dedos.
Tal y como esperábamos nos dio malas noticias. Al enterarnos de algo
lo cual no esperábamos, nuestra reacción fue quedarnos en estado de
shock. Mi marido y yo tuvimos una discusión
bizantina con el doctor por varios motivos.
El primero era que no nos lo creíamos, el segundo era que no
entendíamos cómo era posible que no se hubiera detectado antes y el
tercero y peor era que cómo podía ser que le pasase tan joven y que
eso no tuviera cura. Mi marido echaba leña al
fuego siendo totalmente negativo.
Los
primeros meses después de la horrible noticia fueron totalmente
desagradables. Yo apoyaba a mi marido en todo momento pero no había
manera de animarlo. Su familia y amigos también estuvieron en todo
momento pero no era para menos. No era para menos porque mi marido ha
vivido por y para sus seres queridos. En esos meses nos mentalizamos
de cómo favor con favor se paga.
Al fin y al cabo todo lo que había dado mi marido por los demás lo
estaba recibiendo en esos instantes.
Todo
dio un golpe de efecto
y como si hubiera pasado un ángel
ocurrió algo que cambiaría nuestras vidas. Mi marido y yo
deseábamos tener un hijo pero yo no podía quedarme embarazada. Mi
marido era consciente de esto y sin embargo, le importaba
un bledo porque me quería con locura.
Ninguno de los dos hubiéramos jugado jamás a
dos bandas porque cada uno era feliz con la
felicidad del otro. Volviendo al día en que cambió todo, uno de los
días más felices para los dos, las cosas ocurrieron de la siguiente
manera. Era una mañana como otra cualquiera cuando al despertarme
curiosamente yo vomito. Mi marido, al escucharme, rápidamente se
preocupa e interesa por mí. Yo, muy desconcertada, me da por reír y
tocarme la barriga. No pude evitar mostrar mi felicidad y mi marido
leyó entre líneas.
Sí, estaba embarazada. Muy felices se lo comunicamos a nuestros
familiares. Al enterarse mi cuñada, la sangre
llegó al río. Ella no daba crédito a una
cosa tan ilícita. Yo le expliqué que tampoco me lo creía pero que
esas cosas pasaban. Yo antes de pasar a mayores y por lo feliz que me
encontraba quería que todos se encontraran igual. Moví
los hilos y le dije que si quería ser la
madrina. Esa noticia debía de ser recibida con mucha alegría y no
lo contrario. Todos nos habíamos quitado esa idea de la cabeza pero
sin duda nos enseñó que nunca podemos decir
de esta agua no beberé.
No
tengo ni idea de cómo hubiera transcurrido la vida de mi marido sin
esta noticia pero lo que no cabe duda es que otro
gallo cantaría. Todo esto nos motivó y nos
pusimos las botas,
empezamos a ahorrar y a comprar todo lo necesario para lo que se
avecinaba. Empezamos a hacer más cosas juntos y a volver a salir y
sonreír como antes. Organizamos un almuerzo y mi marido se
encontraba tan feliz que gritaba a todos: ¡Que
aproveche! Un amigo de mi marido, el cual era
un ratón de biblioteca,
comentó que había leído sobre la enfermedad y que era increíble
el cambio de actitud con el que lo estaba afrontando. Aquel almuerzo
nos supo a gloria.
Nueve
meses más tarde llegó el niño. Lo llamamos Diego y pesó 3 kilos.
Era precioso. Mi marido salía a la calle con el niño y le tiraban
los tejos. Pero eso no era sólo por el niño
sino por lo bien que llevaba la enfermedad mi marido. He de decir que
cuidar a Diego fue un trabajo de negros
pero lo sacamos adelante como mejor supimos. Muchas veces nos dieron
ganas de decir “Diego, vete a la porra”
pero suponíamos que eso les ocurría a todos los padres en algún
momento.
Mi
marido tenía un tratamiento para retrasar la enfermedad y tomaba
esteroides para disminuir la gravedad de los ataques. Él odiaba
tener que estar con eso y, al principio, en muchas ocasiones me decía
que él se bajaba de eso.
El doctor, como zorro viejo,
nos comunicó que era fundamental que siguiera el tratamiento. Mi
marido se negaba porque sabía que no tenía cura y no le servía de
nada. Ese pensamiento cambió cuando tuvimos a nuestro hijo y pensó
que probablemente lo vería crecer y estaría mejor con el
tratamiento. Quizás esa razón fue la más que lo hizo reflexionar
y eso fue lo que necesitaba. Necesitaba algo por lo que luchar sin
tener que dar pena. Supongo que eso fue. Mi marido murió a los 58
años de edad. Vivió con esa enfermedad la mayor parte de su vida y,
aún así, fue feliz.
Pienso
que eligió seguir hacia delante en vez de ser una víctima y que
decidió vivir la vida a pesar de no estar como quería. A lo largo
de los años se dio cuenta de que el tratamiento sirvió de mucho ya
que los daños podrían haber sido peores y eso se lo agradeceremos
al zorro viejo siempre. Hoy en día, nuestro hijo estudia sobre la
investigación de tratamientos contra este tipo de enfermedades y,
seguramente, su padre esté muy orgulloso de él. Yo no he salido más
desde la muerte de mi marido pero no porque este triste sino porque
los recuerdos junto a él son mi mayor felicidad.
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