Soy su perra, o lo que quede de ella (si queda algo).
Llevo mucho tiempo deseando conversar con usted así, de esta manera, sin las
barreras que nos imponen nuestros distintos lenguajes. Ese siempre fue mi
anhelo: comunicarme con usted y que usted me entendiera; dígame, ¿fue también
el suyo?
En vida, creí que sí. Ahora, sin embargo, sé que
usted, amo, había escrito la historia de mi existencia y que, aun teniendo la
capacidad de escucharme, no habría cambiado una sola coma de la misma.
Yo nunca fui suya, pero usted siempre fue mi amo. A
los ojos del mundo, estaba en derecho de decidir mi vida —y mi muerte, si lo
estimase oportuno— con total legalidad. Por ser humano, la criatura más
«inteligente» del universo.
Já.
¿Acaso conoce el universo entero para afirmarlo? La
ciencia os ha abierto muchas puertas, a usted y al mundo; ha mejorado vuestro
nivel de vida, os ha ampliado horizontes y facilitado vuestra supervivencia
hasta el punto de, con solo mover un dedo, ser capaces de tener todo cuanto queráis…
Todo cuanto nosotros, los animales, moriríamos por conseguir. Pero, ¿a qué
precio? ¿A qué precio tenéis casas enormes, toneladas de comida inagotable,
miles y miles de máquinas para satisfacer hasta el más mínimo de vuestros
deseos? Os lo diré: al precio de destrozar el planeta. No solo el vuestro, sino
también el nuestro, en el que habitamos todas y cada una de las criaturas que conocéis.
Y, en estos años que llevo muerta, me he dado cuenta de que el medio físico no
es lo único que ensuciáis; también os contamináis el alma de egocentrismo y de aires
de superioridad. Porque podría entender que la supervivencia como especie sea vuestra
preocupación primordial…, si no viera que, mientras una pequeña parte de la
humanidad disfruta de bienes y lujos innecesarios, el resto muere de hambre.
Pero, aunque sea algo de lo que usted deba tener
conciencia, no es eso lo que he venido a contarle, querido amo. Es algo
bastante más sencillo e individualizado, a pesar de que buena parte de los
humanos —hasta la muchacha que transcribe mis palabras— conocen ya mi historia.
Mejor dicho, creen conocerla. Podrán imaginarla en mil ocasiones y contarla de
otras tantas maneras, pero jamás lograran sentir ni una milésima parte de lo
que yo sentí. Jamás. Por esta razón, el propósito de esta carta es que usted se
haga una ligerísima idea de quién fui realmente.
Nací en una ciudad inmensa, de edificios altísimos y
calles interminables. En mis tiempos de cachorrilla, acostumbraba a recostarme
contra mi madre y quedarme allí toda la noche, al amparo de su cálido cuerpo,
el cual me hacía olvidar que nos hallábamos en uno de los lugares más fríos de
la Tierra. Solía contemplar las estrellas largo rato, hasta que mis párpados se
cerraban y caía en un mar de dulces sueños. Me gustaba tanto hacerlo que, incluso
cuando fui lo suficientemente mayor como para valerme por mí misma, continuaba buscando
lugares cálidos y sombríos donde poder observar la magnífica cúpula estrellada.
No sé qué edad tenía —los perros no perdemos el tiempo
contándolo— cuando me privaron de mi libertad. Solo sé que me atraparon, me introdujeron
en el primero de mis lugares oscuros, pequeños y movedizos, y me llevaron a mi
nuevo «hogar».
Allí le conocí, amo. Al principio desconfié de usted;
solo pensaba en escapar de aquella cárcel en la que no había noches o, si las
había, estas se limitaban a una oscuridad plena, imponente… y sin estrellas.
Pero después todo cambió. Usted me dio un nombre y
comida a cambio de nada y me presentó a Mushka y Albina, las cuales serían mis
únicas compañeras perrunas en el país sin estrellas.
Y entonces empecé a quererle más de lo que nunca había
querido a nadie. Pensé que usted sentía lo mismo que yo. Creo que mi devoción a
su figura fue lo que me ayudó a mantenerme viva durante las sesiones de entrenamiento.
Tenía la esperanza de que usted me librara de aquellas torturas.
No sabía que era usted quien las ordenaba.
Quería decirle que odiaba las cápsulas, pero usted no
me entendía. Me introdujeron en un recinto cerrado donde apenas podía moverme
y, de pronto, empecé a escuchar ruidos por todos lados; el suelo, las paredes,
¡todo vibraba!
—¡Amo, sáqueme de aquí! ¡Amo! —gritaba.
Ladrido, gemido, llanto. Eso era todo cuanto llegaba a
sus oídos. El corazón me latía en el pecho como un caballo desbocado. Quise
correr, huir, escapar de aquel martirio. ¿Dónde estaba usted, amo? ¡¿Dónde?! Mi
protector, mi padre, su perfume de lavanda… ¿Dónde estaban?
Incluso en esos momentos me preocupaba estar lejos de
su cálido regazo.
Usted, con sus oídos sordos a mis lamentos, observaba
y anotaba. Calculaba la presión sanguínea, las pulsaciones por minuto y, en
definitiva, el tiempo que lograba resistir, como si fuera un simple objeto diseñado
para cumplir con su función.
Llegó el momento en que el confinamiento se hizo
eterno. Siempre cápsulas, y cada vez más pequeñas. Sabía que Mushka y Albina
estaban pasando por lo mismo; podía escuchar sus gritos desgarrando el aire
desde mi celda…, pero ellas se quejaban más que yo. Cuanto mejor resistía, sus
caricias eran más suaves y su sonrisa, más ancha. Me quería más que a ellas.
Por eso, me propuse aguantarlo todo. Pensé que así lo complacería y, como
recompensa, me sacaría de allí, me tomaría entre sus brazos y me devolvería mi
libertad robada. Me devolvería la visión de las estrellas incandescentes y de
la noche infinita, que serían cien mil veces más hermosas si era usted quien me
conducía a ellas.
Mi cuerpo estaba inmovilizado, mi estómago encogido,
mi corazón enloquecido y mi mente, al borde del delirio. Pero no me importaba.
Ya no. Usted estaba conmigo. Me observaba desde la distancia. Me envolvía su
perfume de lavanda, un perfume que mi mente ingenua enlazaba con protección y
seguridad.
Como no podía ser de otra forma, cuando llegó el día,
yo fui la elegida. Mushka y Albina se quedaron en sus celdas y yo salí de ella,
lanzándoles una mirada altiva. He de admitirlo, estaba orgullosa de ser su
favorita. No obstante, mis amigas no me miraban con envidia, sino con lástima.
¿Acaso ellas sabían que mi muerte, de una u otra forma, había estado planeada
desde el principio? Entonces, ¿por qué yo no pude adivinarlo…? Será que la
confianza que deposité en usted me cegó todos los sentidos…
Antes de introducirme en la última cápsula de mi vida,
amo, recuerdo que se acuclilló a mi lado, me acarició y, con los ojos llorosos,
me dijo «adiós». Nunca supe qué significaba aquella palabra, pero en aquel
momento la entendí. Y ya no quise marcharme.
Mis intentos por escapar no sirvieron de nada. Me
metieron en la cápsula y sucedió lo que esperaba. Todo a mi alrededor empezó a
vibrar. Mi corazón se aceleró. Mi estómago se encogió. A toda velocidad, el cohete
alzó el vuelo.
—¡Amo! —grité.
No hubo respuesta. Lo llamé, busqué su olor a lavanda.
Pero usted no estaba. Se había ido. Me había abandonado y volvía a estar sola,
en un lugar oscuro y desconocido.
Tuve la sensación de ascender y ascender. La presión
me agitaba la cabeza y enloquecía mis sentidos. Tuve miedo. Mucho, mucho miedo.
Volví a llamarlo. En su busca, volví a olfatear el aire, las paredes y el suelo,
pero no encontré nada.
El aislamiento térmico se desprendió y la temperatura
aumentó. Horas después, noté que mi corazón iba acostumbrándose a la sensación.
«¿Lo estoy haciendo bien, amo?», me preguntaba. Me prometí soportarlo todo,
porque soñaba con las caricias que creía que me esperaban a mi regreso. Soñaba
con usted. Cuando regresara, usted estaría orgulloso de mí y me permitiría
correr, y jugaría conmigo…
Mi corazón iba perdiendo ritmo. Cada vez más lento.
Cada vez más lento… El calor me quemaba
la piel. Usted no estaba para protegerme. No podría resistirlo mucho tiempo
más. Me faltaba el aire y tenía miedo, no solo por mi vida, sino porque sabía
que le estaba fallando. El último ladrido que escapó de mi boca nadie pudo
escucharlo, pero escondía mil palabras de perdón.
Fue así como morí. Esperándole. Quiero creer que yo
fui algo más que su experimento, que su único propósito era llevarme a las
estrellas. De verdad, quiero creerlo.
Gracias a mi muerte, mi nombre —y el suyo— es
recordado en todos los rincones del mundo. Usted buscaba la fama y, a costa de
mi vida, la encontró. Mi memoria aparecerá en miles de tratados sobre ciencia y
astronomía. Pero, ¿sabe qué? Nada de eso podrá devolverme a la vida.
Nada.
Y, a pesar de todo, sigo queriéndole. Sigo
esperándole. Porque para mí usted siempre será el mismo. Mi padre, mi protector
y mi protegido; mi guardián, mi cuidador, mi familia, mi muerte, mi vida y,
sobre todo, mi amo.
Mi querido e insustituible amo.
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