Se podía decir que Jonás tenía la cabeza llena de serrín, puesto que
su vida transcurría entre tablones, virutas y sierras. Su mente no carecía de
brillantez, más bien, se podría decir que era un maestro, viendo cómo se
desenvolvía en el arte de la carpintería.
Pero si el serrín no había logrado
dejarlo bobo, si lo había vuelto loco, le había arrebatado completamente la
cordura.
Su vida era como una calle con olor a roble, en la que no se alzaban
edificios si no estanterías, no circulaban coches sino útiles, y que estaba
totalmente bañada por una constante lluvia de polvo de madera.
Una vida por la que Jonás andaba sin demasiado sobresalto. Él creía
que los más inteligente era no hacer nada, comportarse de forma indiferente
ante los acontecimientos, como una piedra al paso del tiempo, como un diamante
al roce de una pluma. No reía por miedo a despistarse, no lloraba por miedo a
deprimirse, no vivía, por miedo a morir. Si Jonás estaba vivo, sólo lo sabían
él, su jefe, y su sierra, y esto era reflejado por el cardiograma de su
corazón, que eran las filigranas en la madera.
El muchacho vivía en un pueblo alejado de la ciudad, donde trabajaba
en una pequeña carpintería. Todos los días se levantaba muy temprano, puesto
que el sueño le resultaba siempre muy fácil conseguirlo, y sin alguna
interrupción. Al alba entraba al taller, donde atendía todo tipo de pedidos que
el jefe solicitaba a altos decibelios y sin condescendencia ninguna. Cunas,
vallas, estanterías, mesas, sillas, y
pequeñas obras de arte eran fabricadas con gran maestría por el carpintero,
cuya identidad no era conocida por los clientes, que simplemente, salían
encantados de la carpintería.
En ocasiones, era imposible que una persona sola pudiera atender al
trabajo de la carpintería, en los plazos fijados y con la calidad exigida. Pero
Jonás tenía una amiga, la sierra. En su mente, el utensilio había cobrado vida.
Hablaba con ella, compartía ideas, y le daba detalles precisos del pedido, algo
que ayudaba a la sierra, a hacer a la perfección el objeto de madera. Entre los
dos, formaban un equipo perfecto que era capaz de cumplir hasta los plazos más
locamente fijados.
La sierra, puede que por la baja salud mental de Jonás, no las llevaba
todas consigo, es decir, estaba igual de loca. Decía cosas sin sentido cuando
el trabajo la dejaba y hacía preguntas que no podrían ser nunca contestadas.
Una mañana preocupó al propio Jonás, mientras decía, que durante la
noche, en el taller, se había adentrado Michael Jackson, con unas mallas de
leopardo y unos cuernos inframundanos.
- ¡Era apocalíptico! ¡Ese
individuo entró en la carpintería, con el fin de ser dueño y señor de todas las
herramientas! Intentó implantar una monarquía absoluta con su amiga la
-
reina de corazones, esa reina no tenía ni pies ni
cabeza, tenía forma de carta, era una locura.
Pero yo
organicé una revuelta junto con unos tablones y unos clavos y juntos hicimos
unas tumbas para los reyes. ¡Fue una noche de locos!
Jonás, atendiendo a que era propenso a ilusiones e historias de lo más
descabelladas, vaciló entre creerse la historia o no hacerlo aunque finalmente
la olvidó.
Una mañana, trabajando Jonás en su cuarto, escuchó una conversación
que mantenían tres personas a la entrada del taller. Se trataba de su jefe, una
señora y su hijo pequeño. Jonás asomó la cabeza, no por curiosidad, si no por
mera inercia y añadió imagen al sonido.
Se trataba de una mujer baja y regordeta, al igual que su hijo, ambos con
inmensas cejas ambos. El hijo jugaba con un saltamontes metido en un bote de plástico sin perforaciones para que
entrase aire para el insecto. Con sus ojos grandes sombreados por la manta
cejuda, miraba al pequeño animal con cara violenta, parecía que en cualquier
momento abriría el bote para tragárselo de un bocado, pero mientras, solo lo
agitaba y reía con una risa no demasiado infantil.
Mientras,
la madre, con su pelo grasiento, mantenía una conversación con el jefe:
-
Ha de ser bien grande, para que el precioso culo de
mi hijo quepa, y sobretodo, debe de tener en cuenta que ensancha 30 centímetros
mientras come. No debe olvidarse.
-
¡Grande, bien grande! –repetía el rechoncho niño.
-
No debe preocuparse, en nuestra carpintería
respondemos ante todo tipo de necesidades y exigencias, haremos una silla en la
que su hijo comerá como un rinoceronte.
–respondió el jefe.
-
¿¡Rinoceronte mamá!? ¿!comeremos rinoceronte?!
-
Por eso mismo he venido aquí señor carpintero, es la
carpintería más famosa en millones de millas a la redonda. Pero, una cosa más,
ha de ser de madera de roble.
-
Sin duda, tendrá su pedido en unos días.
-
Y mientras el jefe, pasándose la mano por la calva,
decía esto, el saltamontes dio un salto y se liberó del bote del niño que
atrajo consigo a su madre calle abajo. Y con su hijo rodando tras el saltamontes,
la señora sentenció: “Bien grandeeeeeeee”.
El jefe se entró en el cuarto de Jonás, dejó una pequeña hoja de papel
sobre su mesa y dijo: “Aquí tiene un encargo”. Tiene unos días, y atiende bien
a las medidas. Me dan lo mismo la estantería, la cuna, el armario, la mesa, la
cama, el ataúd y la escultura que tiene ya acumulada, debe cumplir mis plazos,
o no se moleste en volver. Ah, y debe ser de madera de roble, y bien grande.
Entonces Jonás revisó el almacén de maderas y vio que no había nada de
madera de roble. Si la encargaba tardaría demasiado tiempo, y si se lo decía al
jefe tardaría mucho menos en echarlo. Tendría que ir él mismo a buscarla.
Tendría que salir en seguida si no quería que la noche oscureciera sus
planes. Presto, y si más demora partió con
su vieja camioneta hacia la montaña. La montaña era enorme, tanto, que
podía Jonás mezclarse en el mar de nubes que tapaba la montaña.
Encontró nogales, cerezos, espinos y sauces, pero no robles. Sin
embargo, Jonás no se angustiaba, todo le era indiferente. Siguió su búsqueda,
en la que encontró un saltamontes, probablemente podría haber sido el
saltamontes del niño gordo, pero no había rastro de él, ni tampoco de robles.
La noche calló sobre la montaña, dejando a Jonás únicamente la luz de la luna,
la cual dejó que Jonás, por fin, viera el tan ansiado árbol. No era un roble,
era el roble, tan alto como uno de los antiguos colosos, y tan hermoso, como la
joven que en él se sentaba.
- - Buenas noches, ¿es suyo el roble?
- - De mi propiedad es todo lo que de mi propiedad
quiero que sea, menos ella. – Apareció justo detrás de Jonás mientras decía
esto, y terminaba la frase, señalando a La Luna.
- -¿No es demasiado avaricioso querer La Luna?
- -No se le debería impedir a nadie anhelar cosas tan
bellas como esa.
Entonces
Jonás se dio la vuelta, y descubrió, matizada y definida por la tibia luz de la
luna a la joven, de liso y castaño pelo largo, y de ojos marrones como el
chocolate. Sus ojos eran como dos senderos en los cuales podías entrar, pero no
salir, dos senderos infinitos. Su cara morena y redonda, tal vez de tanto
contemplar la redonda luna, estaba perfectamente dibujada, así como sus labios,
por caprichosos trazos esbozados.
La noche había transcurrido entre conversaciones sin
sentido. Muchas veces, Jonás se perdía en los ojos de la joven, de la cual,
desconocía hasta su nombre. Le parecía un delito no atender a las palabras que
ella le brindaba, pero sus ojos eran aún más preciosos que sus palabras. La
mirada de la joven, a veces perdida, a veces profunda, era como adentrarse en
el mundo de Narnia, donde podías pasar años, sin que en la tierra hubiera
pasado un solo instante.
Jonás había dejado aquella noche su indiferencia para
siempre, había encontrado en aquella chica a la persona que compartía su mirada
caleidoscópica de la vida. La piedra, había sucumbido al paso de los años, el
diamante, al roce de la suave pluma.
Pero justo antes de salir el Sol, la joven dijo: “Estaré
aquí cada noche contemplándola”. Y, sin más, desapareció. A pesar de esto, Jonás
sabía que la volvería a ver, aunque no podría presentarse allí a la siguiente
noche como se había presentado aquella. Tenía que pensar algo, y, entre tantos
pensamientos, se acordó de su tarea, la de cortar el árbol para hacer la silla
de aquel niño generosamente proporcionado.
¿Cómo iba a cortar el árbol de aquella preciosa
joven para emplear su madera, en la silla de aquel niño?
Era algo “inaccrochable” como diría Hemingway. No
podría hacerlo, no cortaría aquel árbol, y menos con aquel fin, aun así a
riesgo de ser despedido, hasta a riego de morir si fuese necesario.
Pero si emplearía aquel ultimo día en el taller, y
no para cumplir con alguno de sus trabajos. Aquella muchacha era tan preciosa,
que merecía tanto cuanto ella quisiese. Jonás le habría llevado el desayuno a
la cama, la habría llevado nadando a Honolulú, le habría dado hasta su vida,
hasta la luna. Y de hecho, eso haría.
Llegó al taller, como de costumbre, aquella mañana,
después de descender por la colina con su vieja camioneta.
- - Buenos días
–dijo la sierra -¿Por qué los heladeros que venden helados de fresa y
vainilla venden helados de fresa y vainilla?
- - Ahora no, hoy hay trabajo sierra.
- - ¿Qué hay para hoy?
- - Una escalera hacia La Luna.
Y así procedieron mano y sierra, a cumplir con el
deseo de aquel hombre, de aquella mente enturbiada, o sumida en un fortísimo
encaprichamiento por aquella joven del roble. Pero tal enturbiamiento no
frustró los planes del muchacho, que tan rápido como terminó el día, había
terminado su empresa con suma destreza y perfección.
La noche ya había caído, y la luna lucía tan redonda
como las ruedas de la vieja camioneta que ya subía montaña arriba. Jonás llegó
a la cima donde se hallaba el roble, sobre el cual, otra noche más, la muchacha
se posaba.
- - Buenas noches.
- - Buenas son si luce tan redonda y tan bonita.
- - Sí, muy bonita, de hecho, yo mismo lo puedo decir,
que allí he estado.
- - ¿Has estado allá arriba? Sería muy feliz si como tu
pudiera ir.
- - No es tan difícil, solo tienes que acompañarme.
Y acto seguido, emprendieron el camino de vuelta al taller, donde
estaba la construcción de Jonás.
Cuando llegaron, la larga escalera ya unía a La Tierra con La Luna, más
redonda y blanca que nunca. Los dos, y Jonás acompañado de su sierra,
emprendieron el ascenso hacia La Luna.
La joven, al tiempo que subía un peldaño, un tanto más se le
agrandaban los ojos de admiración y fascinación. Si la felicidad se pudiera
contemplar en una persona, hubiera sido en ella. Nadie pronunció palabra alguna
durante la subida, parecía un entierro sin llanto, un entierro en el cual ella
enterraba su vieja impotencia por no poder tener lo que deseaba, y él, su ya
olvidada vieja vida sin sentimiento. Un ligero viento acompañaba a los
muchachos, que veían ya las luces de La Tierra, como pequeñas estrellas en el
firmamento, las cuales les hacían sentirse especiales, seres privilegiados.
Sólo faltaban unos peldaños para alcanzar el deseado puerto, el piso
lunar, el paraíso de la musa de Jonás, y finalmente llegaron.
Ella no dijo nada y desapareció. Él, atónito, contempló la escena. La
chica había salido corriendo hacia un ser que había unos metros más allá del
borde de la escalera, y esta parecía mostrarse como un Leprechaun con calderos
de oro, como Super Mario con su princesa.
Jonás, lleno de rabia y confusión, no sabía qué había ocurrido con
aquella muchacha que ni su mirada correspondía, ni a sus reclamos acudía.
Ella seguía con aquel ser. Parecía un reptil, un lagarto, un ser nada
favorecido, que a la mirada, nada agradable producía. ¿Qué había hecho el
reptil para ganarse su afecto? ¿Por qué ella no parecía ni siquiera notar la
presencia de Jonás? ¿Tal vez porque era un ser lunar?
Jonás, perplejo, seguía con la mirada el curso de los otros dos, que
parecían querer volver a La Tierra. Fue rápido, sin pensar, el joven
enfurecido, siguió el camino de los anteriores, volvió a la escalera con la
sierra en la mano, y cortó por la mitad
el puente entre La Tierra y La Luna, la vida, y la muerte. Todos, los cuatro,
entre astillas, peldaños, sueños, y desilusiones, cayeron al vacío.