Yo
nunca entendí la solidaridad y la empatía de las personas. Creía
que todo eso estaba muy sobrevalorado, que las personas no tenían
por qué preocuparse tanto por otra gente, aunque vivan en ruinas o
se estén muriendo. Era de los que viven en la ignorancia y
completamente aislados del mundo más allá del trabajo y la rutina.
Lo sé, era un auténtico idiota. Ahora hablaré un poco de mí y de
lo que pasó.
Como
ya he dicho antes, no era solidario ni empático. Yo era un simple
militante, y acababa de empezar a trabajar en un partido político.
Pese a haber acabado los 4 años de carrera de política y trabajado
3 años en esto, aún me consideraba un novel con el tema. Cometí
algunos errores, y como para mi jefe todo lo que se hacía debía ser
intachable, me dijo que estaba “recortando personal” y me
despidió. Vaya eufemismo ese de recortar personal. Ese mismo día,
hubo una manifestación al lado de mi casa. Parecía un jolgorio de
jóvenes hormonados más que nada. Eran una plaga. Vi a un abanderado
que comenzó a hablar por un altavoz en un escenario y lo maldije por
lo bajo. Justamente estaba delante de una santería, y un hombre que
parecía un vicario me advirtió de que lo que estaba haciendo era
horrible, y que Dios me lo pagaría. Bla bla bla. Yo creía en los
dioses griegos, aunque estaba seguro de que en el Olimpo estaban
demasiado ocupados como para estar preocupándose de si me porto mal
o bien. Ni que fueran Santa Claus. Lo gracioso es que ese hombre
tenía razón y algo malo estaba a punto de ocurrir.
Horas
más tarde llamó mi suegra llorando, y me dijo que mi hijastro
acababa de morir en un trágico accidente. Primero mi mujer y luego
él. No lo podía creer. Tan rápido como pude, compré un billete
hasta Ottawa, donde vivía mi hijastro con su abuela. Mas lo que
debían ser 8 horas de vuelo se alargó dos meses y medio, pues el
avión se estrelló antes de llegar a ver el continente siquiera por
culpa de lo que parecía una calima y acabó siendo una terrible
tormenta.
Caímos
en una isla. Éramos 48 supervivientes. A las dos semanas más o
menos, la gente se empezó a poner enferma. Yo simplemente pasaba de
ellos. Había encontrado una maleta llena de comida y me la quedé,
aunque hubo gente al principio que moría de hambre. Limité el
acceso a esa maleta, y el único que podía tocarla era yo.
Sólo
había dos médicos y pocas medicinas y antibióticos. Me salió una
urticaria, y estaba bastante fea. Los médicos y cuatro personas más
lograron crear una especie de bálsamo y la urticaria mejoró. Me
sorprendió que me ayudaran, ya que yo no había ayudado ni a los
peores que estaban cuando lo necesitaban. En especial me ayudaron una
niña asiática de unos 7 años, que me traía comida y las
medicinas, y un señor que practicaba funambulismo, que luego murió
de un ataque. Lo estuve pensando y me empecé a sentir muy mal por
eso. Así que repartí la comida que tenía y le di pilas a un joven
regordete con el pelo rizado que se había quedado sin pilas para su
walkman. A partir de ese día, la gente se mostraba más amigable
conmigo, y ayudé a todo el que lo necesitaba sin querer nada a
cambio. Ayudaba incluso al chico más tunante de todos, hice un
guiñol para que los niños no se aburrieran y ayudé a un hombre que
tenía un quiste en la mano a crear un huerto. Anao, la niña que me
había ayudado, me regaló una xerografía que había encontrado en
la maleta de su padre, fallecido en el accidente. En la foto aparecía
un ñu muy adorable en una pradera. Poco después, Anao, que era muy
zalamera, se convirtió en una hija para mí. Un día, dando un
paseo, encontramos un yacimiento y grabamos nuestros nombres en la
roca. Tuvimos mucha suerte al darnos cuenta de que cerca del
yacimiento había un río, y junto al río había un kayak muy viejo,
pero que estaba en buenas condiciones, ergo pudimos mandar a dos
personas en él para que fueran a buscar rescate.
Tardaron
5 días en mandar equipos de rescate.
Hoy
hace diez años de eso, y aquí estoy en Francia de nuevo, con la
pequeña Anao, ya no tan pequeña. Adoptarla me hizo conocerla mejor,
y con el tiempo fui viendo que ella era la típica niña que, si veía
que alguien estaba siendo apartado en el colegio, le invitaba a casa,
a sus cumpleaños. Tanto si eran de color como blancos, tanto si
estaban en silla de ruedas como si estaban completamente sanos. Era
la niña que hizo de ejemplo en mi vida. Era la solidaridad
personificada, la empatía en carne y hueso, era todo lo que yo no
había sido nunca, todo lo que estaba aprendiendo a ser ahora.
Y
esta carta se la dedico a la pequeña Anao. Para que conozcas un poco
más mi pasado y para decirte gracias. Gracias por enseñarme.
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